jueves, 3 de julio de 2008

LA PLAZA.


La Plaza de Tamaraceite, siempre a la sombra de la iglesia, era punto neurálgico de la cultura y de las relaciones sociales de las gentes que por aquel entonces habitaban este ancestral pueblo. Don Ceferino Hernández, sacerdote de nuestro pueblo, donó los terrenos para construir el templo parroquial y la plaza, allá por los años 20, de ahí viene el nombre de este lugar carismático.
La Plaza era, y sigue siendo, sereno testigo de los años que pasan por ella. En aquellos maravillosos años se daban cita eventos de diferente índole: verbenas, lugar de descanso al final del famoso paseo, fiestas de carnaval, celebraciones litúrgicas, lugar de juegos para los niños, y para los no tan niños la plaza también era la ideal para andar “moceando” con los jóvenes del pueblo.
Para quienes no conocimos ese aspecto de la plaza, cuentan nuestros mayores que en los años cincuenta el suelo estaba construido de baldosas de cantería, y de lo que más orgulloso se estaba era de los balaustres que la enmarcaban por el lado que da hacia a la carretera, también contaba con un cuidado parterre donde no faltaba la pita savia, los hibiscos, las flores, etc.
La luz, aunque en algunos momentos fue escasa, la daban las farolas que allí había, y lo que hacía aún más confortable este lugar eran los bancos que aprovechaban los jóvenes para “mocear”, dicen que el rincón preferido fue siempre el banco que estaba situado debajo de la casa de Mariquita González.
Las viviendas que rodeaban la plaza eran la de Don José Villegas, la de Mariquita González y la de Don José Hernández, aunque esta última pasó más tarde por diferentes dueños.
Ligado a la plaza y a los momentos del día que marcaban el tiempo de jugar o de volver a casa estaba el sonido inconfundible de las campanas. Tres tañidos seguidos a eso de las siete de la tarde era el toque de “Ánimas”, momento de recogerse, ya nadie salía de casa. A las doce del día se tocaba el “Ángelus” y los hombres regresaban de las fincas de plataneras donde trabajaba la mayoría de los habitantes de la zona. Y si algún vecino moría, el “doblar” de las campanas lo anunciaba con serenidad. Bien es verdad que la seguridad, tranquilidad y respeto permitían que los vecinos pudieran pasear por la plaza hasta casi la medianoche.
La Plaza, siempre presente, ofrecía su escalinata para la tradicional foto de grupo que muchos tendrán todavía en algún lugar privilegiado de su casa.
Con motivo de las fiestas se utilizaba la Plaza para los juegos infantiles que se convertían en verdadera competición: carreras de sacos, el juego de la cuchara, las cintas. El lugar de recreo favorito de los niños era sin lugar a dudas la plaza, que yacía junto a la Iglesia, pero había otros como la carretera, el pilar, los charcos, etc. Muchos de los juegos tradicionales que aquí se realizaban son un verdadero documento etnográfico de nuestra cultura.
Las diferencias entre los juegos femeninos y masculinos eran notables, chiquillos y chiquillas no se revolvían salvo escasas excepciones.
Cuentan que uno de estos juegos consistían en subir los peldaños de la escalera de la plaza con las manos, haciendo el pino. Santiago Guerra y José “el Negro” eran los expertos en esta materia, demostrando su gran fuerza, aunque Fefina Villegas, adelantada para su tiempo en esto de la igualdad de sexos, no tenía nada que envidiarles, así que se recogía la falda entre las piernas y allí iba ella a subir las escaleras con las manos como Dios manda.
El Palito Salvo era de los preferidos. Se formaban dos equipos y se colocaban en el rincón de la casa de Mariquita González. Un jugador llevaba un palo en la mano y debía tocar la pared sorteando a los del bando contrario, su bando entretenía a los contrincantes, una vez que conseguía burlarlos tocaba la pared al grito de “¡palito salvo!”.
Planto era un juego en que la rapidez y la audacia era imprescindible. Se jugaba con ocho niños, seis de ellos se colocaban en diferentes puntos mientras otros dos corrían. Uno de ellos, el perseguidor, tenía un cinto en la mano; el perseguido corría cuanto podía evitando ser golpeado por los cintazos que le propinaba el otro. Cuando el perseguidor se cansaba, a modo de relevo entregaba el cinto a otro jugador sin que el que huía se enterase, de manera que el desesperado corredor no sabía a ciencia cierta de quien debía huir, ¡alguno se llevó buenos cintazos! El nombre del juego viene del grito que lanzaba el perseguido para pararse y que otro siguiera corriendo y éste era planto.
En Calimbre también se formaban dos equipos con un corredor cada uno. El gran grupo corría, cuando era capturado al aviso de “calimbre” era colocado en una especie de cárcel. Ganaba aquél que tuviese más cautivos, una variante de este juego era Pincho la Uva, se desarrollaba igualmente pero en lugar de “calimbre” se decía “pincho la uva”.
Aún hoy recordamos los más jóvenes La Piola, en el que un saltador iba sorteando obstáculos que no eran otros que niños agachados, huevo, araña, puño, caña, en la que se hacían filas larguísimas de niños agachados unidos unos a otros. Se trataba de saltar cuanto más al inicio de la fila se pudiese.
Merecen mención aquellos otros juegos que parecían ser exclusivos de las chicas y que, en general, contenían cancioncillas o romances. La Gallinita Ciega, Los Corros, La Soga, ¡Oh Juanillo!, etc. Este último se trataba de ir encadenándose una chica a otra hasta que todas estuviesen dentro de la cadena. La letra de la canción se hacía en forma de diálogo.
Otro juego femenino era el Anillito o las Prenditas. Se colocaban en coro un grupo de jugadoras, una de las participantes iba pasando alrededor haciendo que ponía un objeto en las manos de las compañeras, pero sólo una de ellas era la verdadera portadora. A quien le tocase por su turno, se le preguntaba quién era la que tenía en su mano el objeto - que podía ser un anillo, una piedra, un papelito, ... . si no lo adivinaba, se le imponía una pena.
Por supuesto el fútbol, rey de los deportes, no faltaba. Las pelotas, siempre con mucha imaginación, se fabricaban con calcetines viejos. Y es aquí donde aparece la tan temida y más que respetada figura del guardia al que los niños profesaban un tremendo pánico, porque estaba prohibido jugar en los estanques y en la plaza con la pelota. El respeto a la autoridad tiene un calibre diferente en nuestros días. Suenan en la mente de aquellos que fueron chiquillos en estos tiempos nombres como Juanito Vargas –el más respetado según muchos-, Juanito Pérez y un guardia de Tenoya conocido como Jesús Nazareno.
Con tanta inquietud por el fútbol surge el Tamaraceite que fue el antiguo “Porteño”, y lo trajo D. José Tejera Santana, Matías Tejera Hernández, Pedro Gutiérrez y Lorenzo Medina, el año 1958. Cuando vino a Tamaraceite jugó con el nombre de “Porteño” durante cinco años. En esa época una alineación típica era: portero Pancho Viera, Lorenzo, Cide, Viera, Bermúdez, Tomás, Angel Molonwny, los hermanos Nóbrega, Arturo y Brezi. Los colores eran verde y blanco.
También había equipos aficionados como el “Juventud” que lo llevaba Antonio Arencibia y donde jugó Guedes, el “Victoria” llevado por Gregorio el pintor, “Piratas” llevado por Lorenzo Marrero y el “Rival”, “El Puente” y “San Antonio”.
En esa época se comenzaba a usar los balones de válvula y las botas de tacos, que las trajo Bonifacio Vega Nuez de Inglaterra, ya que antes las botas eran de “chaso” y los balones eran muy pesados. Todos estos equipos jugaban, o mejor entrenaban, en un campo que se encontraba en el lomo Juanito Amador, donde ahora está el colegio Adán del Castillo, y los partidos de competición se celebraban en el “Antonio Rojas” (donde está el Centro de F.P. de Cruz de Piedra) y el Martín Freire.
El antiguo Juan Guedes se hizo en el año 1962 y en su construcción colaboró mucha gente entre los que estaba Juanito Guedes. Los Betancores cedieron un tractor para allanar los terrenos y la gente del pueblo le ponía el gasoil para que andara. Para ir a jugar los partidos de fuera de casa muchos recuerdan todavía ir a Teror, Bañaderos o Arucas y otros pueblos de la isla en la camioneta de Salvador Cabrera.
En la temporada 1963-64 se le cambia el nombre de “Porteño” por el de “U.D. Tamaraceite”. La sede ha estado en varios sitios, en un cuarto en casa de Lorenzo, al lado del “Ovejero”, en casa de Pedro Tejera, frente al molino viejo, y en el cine ya en tercera división tres temporadas. Ahí fue donde empezó el declive económico y deportivo de este equipo.
La plaza era el lugar preferido para las verbenas y los bailes. El escenario se montaba en el primer tramo de escalera, sin la aparatosidad de nuestros días con material técnico, luces, sonido e incomodidades. La sensación de aquella etapa era la orquesta Tropical, a la que bastaba el portabultos de un coche para transportar sus instrumentos, que hacía las delicias de las veladas nocturnas. Con el tiempo esta emblemática orquesta dio paso a otra que también se hizo muy popular, Los Covina.
Y así de lento y dulce transcurría el tiempo en esta plaza. Ésta, junto con el fútbol, Cine Galdós y la Sociedad de Recreo conformó los momentos de diversión de las gentes del pueblo durante muchos años.

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