viernes, 23 de julio de 2010

El cambullonero

Nuestro buen amigo Sergio Naranjo, de San José del Álamo, nos deja con otro de sus relatos donde cómo no, Tamaraceite siempre aparece dejando su huella. Muchas gracias Sergio y a seguir enviándonos cosas lindas como éstas. También les dejo con un vídeo entrevista de uno de estos hombres que son historia.
En aquellos años del horror de la posguerra, donde el trueque era la manera de intercambiar efectos y alimentos, cada uno de los cambulloneros llenaba sus mulas con todo lo que podía arramblar en el Muelle y salía por estos campos a cambiar abalorios, perendengues, telas, algún perfume, productos de limpieza… por alimentos tales como leche, gofio, miel, queso, hierbas y cualquier cosa que del campo se pudiera llevar a Las Palmas y la Guardia Civil no lo requisara, bien adobado con una tunda de esas leches que nadie quiere.Cada uno de los cambulloneros conocía a alguien con quien hacía sus tratos y se tenían repartido el territorio. El negocio había de hacerse antes de las cinco de la mañana, porque a esas horas, el campesino se iba a su trabajo en las fincas, que en nuestras zonas eran todas aquellas comprendidas entre San Lorenzo y Tamaraceite. Nombres de aquéllas serían las de Don Diego, Mascuervo, Los Molina, Casa de Pico y tantas más donde se vieron cacicadas, injusticias, amoríos, peleas y tantos frutos del convivir la jornada entera.A esa hora, pues, tenía lugar el intercambio, entre el hombre que se las daba de listo, siempre dispuesto a engañar, y el que lo estaba viendo venir de lejos y lo paraba cuando quería. De manera que el cambullonero aparejaba sus bestias, normalmente de dos a cuatro mulas, y salía con ellas cargadas por esas lomas arriba, rayando la noche para poder estar de amanecida en El Pinar de Ojeda, Los Caideros, Los Roquetes, El Acebuchal, El Masapez, Las Labradoras y todos esos alrededores. Siempre un camino distinto, siempre un sitio que la Guardia Civil no les interceptara, solían aparecer en San Lorenzo bien desde Tamaraceite, bien desde El Sardo, para enfilar la entonces apenas dibujada carretera de La Milagrosa, por todo el lomo arriba. Ha ido siempre esa carretera escalonando pronunciadas subidas con allanados tramos, ya desde El Plan de las Rosas, El Pintor… hasta que se llega a la Fuente del Grillo y se acaba otro tremendo cacho empinado y se divisa la llanura del Mainés. Quedaba casi una hora de camino, serían las tres y media de aquella mañana de luna clara, cuando el cambullonero iba soltando imprecaciones y sogazos a partes iguales a aquellas tres bestias, tercas como mulas que eran, y que se negaban a caminar. Si no se avanzaba, no se podía el hombre poner en su destino a tiempo y no habría negocio.Tenía el párroco de esos entonces, Don Santiago Pérez Olivares, la costumbre de salir a cantar los maitines. Hombre de poca estatura, pero ancho de complexión, pelo blanco, sotana al viento, cantaba en latín audible de lejos. Día de difuntos de casi 1950, pues al poco mi madre dice que se echó novio, ni una luz en todo aquello, asoma Don Santiago a la loma mientras abajo se faja ese cambullonero con sus bestias y lo mira despavorido, la mismísima estampa de un ánima en pena, cantando músicas del purgatorio, monta ese hombre en una de las mulas, vira para abajo, les suelta una tunda de leña a los bichos, que allí se partió a correr y no pararon hasta el molino de Tamaraceite.En medio de risas y bromas de a kilo la más ligera, le explicaron al pobre diablo lo sucedido. Y cuando a los dos días volvió a pasar se encontró al cura, parado éste bajo un mato que había en Las Camellas, ya llegando a La Milagrosa. Visto que el aire no entraba en el cuerpo de aquel desgraciado, y sabiendo que le estaba, además, haciendo un favor, Don Santiago le dijo que pasara tranquilo y siguiera su camino en paz. Pues sabemos que si el cura hubiera querido, el negocio y la vida se le habrían arruinado al trapichero con un simple aviso a la Guardia Civil. Pero Don Santiago fue siempre, en esencia, un hombre bueno, vivió y dejó vivir. Incluso cuando al pasar, no salían de la garganta del otro más que una especie de relinchos, y de la mula unas gotas que el animalito no había dejado caer.