domingo, 21 de noviembre de 2010

Un catarro de noviembre


Don Aurelio, el médico,  en su despacho de Tamaraceite
a finales de los 50.
Por Sergio Naranjo.

Aquel mes de las Ánimas nos lo pasamos casi todos rezando. Unos para que Dios le salvara la vida al Caudillo; otros para que no lo salvara ni Dios; el amigo Juan intentando pasar un catarro sin ir al médico, ahí arriba, en esos lomos de La Milagrosa. El invierno había sido tempranero, algunas vaguadas corrieron, la hierba nació y al llegar noviembre el pizco de sol de las mañanas evaporaba la humedad que por las tardes era relente frío y denso. Juan agarró un catarro de pecho y aquel jalío, aquella tos, que él intentaba curar con ron y miel de abeja, en vano.

Una tarde que Frasquita lo tenía hasta la coronilla y el ron hasta el cuello, decidió virar para Tamaraceite, allá que se vio abicando y temiendo que lo llevaran para San Lorenzo. Dejó los animales comidos y lomo abajo jaló para el pueblo, a la consulta de don Aurelio, que como era sabido recetaba siempre un viaje de medicinas. Que si pastillas, que si jarabes, más pastillas, unos sobres, qué sabe uno. Y cuando te veas muy agoniado te pones un supositorio, no más de dos al día.

Sale el hombre de la consulta y cuando pasa por delante del Bar Mesón del Ovejero asoman un par de conocidos que lo invitan, que bien de tiempo jace que no los vemus, vamos a echarlus un pizco, hombre. No tuvo el hombre más remedio que acceder, pero deprisa que se me cierra la noche para llegar a mi casa, malo como estoy, un pizqui-to ná má. Total, cada uno pagó el suyo y la cosa fueron tres pizquitos. Sale el hombre rumbo al Cruce de San Lorenzo y en la farmacia de abajo se compró el viaje de medicinas que le recetó don Aurelio. Por más comodidad, en la bolsa que le dieron echó la cartera y la llave. Se dispuso a salir, casi oscureciendo, a esperar la guagua, cuando pasó un conocido que lo llevó hasta San Lorenzo, pero al llegar lo invitó a echarse un pizco en el bar de unos con dichete que no se nombra. Allí había otro par de conocidos que le siguieron la rumba y como cada cual pagaba el suyo, salió el amigo Juan por la calle de La Paz para arriba con cuatro pizquitos más, y no había llegado al Calvario ya se estaba encomendando a la Virgen Milagrosa si alguien lo arrastrara, que si no allí mismo se quedaba.

Y como la Santa Madre no lo abandonó, al momento pasó otro conocido que lo arrastró hasta la Plaza de La Mila-grosa, y cómo le iba a decir que no cuando lo invitó a echarse un pizco en la tienda de Adrián. Aquella era la única luz de la plaza ya de noche cerrada, y entre unos y otros eran lo menos siete, a pizquito cada cual, cuando el amigo Juan salió de esa plaza era casi media noche.

Se encamina el hombre lomo arriba en medio de aquella relentada, aquel vapor, aquel frío, el oscuro completo, el silencio absoluto, el mareo del ron, que cuando llegó a lo alto de un lomito, frente al de la casa de él, se encontró rindiendo el alma y dando cuenta al Señor. En esto se acordó del consejo de don Aurelio y tiró manos a la bolsa, tan-teando en busca de un supositorio. Se atorró donde le pareció y se lo administró. ¡Oiga, mano de santo, cristiano! Aquello fue entrar y ponerse en marcha, que bajó la ladera, cruzó el barranco y subió por el otro lado hasta la casa en un santiamén.

El problema fue que cuando intentó abrir la puerta no había modo y empezó a soltar pétimas. Frasquita, que bien sabía quién era y por qué del caso, salió y cuando lo vio, le preguntó:

--Pero hombre, ¿abriendo la puerta con un supositorio?

--¡Ay, Virgen Milagrosa bendita! Antonces, ¿qué fue el supositorio que me puse yo?