jueves, 31 de octubre de 2013

Una historia de "difuntos"

Por: Esteban G. Santana Cabrera
Pongo la radio y la televisión y me aturde el bombardeo de noticias sobre la huelga general, crisis, contra los recortes en educación, etc. Un sinfín de opiniones, entrevistas, reportajes, tanto radiofónicos como televisivos, en prensa escrita como digital.  Entre lectura y lectura me encontré con este artículo de opinión, cuando tenía tiempo para ello, publicado en la prensa  ARTÍCULO LA PROVINCIAl que me trasladó al pasado y me ausentó de la realidad que se vivía a mi alrededor. “Una joya enterrada en la Circunvalación”. No podía venir mejor a cuento después de leer el, valga la redundancia, cuento de Cortázar, La autopista del sur. Me apresuré a leerlo con detenimiento y en él describía lo que está ocurriendo con  nuestra ermita de san Antonio Abad, del S XVII,  y que el progreso la ha dejado “enterrada” bajo la circunvalación que rodea a la ciudad de Las Palmas de GC, rodeada de escombros y abandono.


 Me vino a la mente una anécdota que me ocurrió hace muchos años, que pasaba por allí y me dio por entrar  por una de las decenas de agujeros que la verja tenía. La puerta del edificio estaba entreabierta, muestra de que ya  hubiese estado merodeando alguien  por allí. Recuerdo que me llamaba la atención  de pequeño su construcción sin ninguna ostentación, paredes limpias y los bancos formados por troncos de palmera. El presbiterio estaba presidido por una pintura realizada en pared. No tenía pinta de ser ninguna obra de autor reconocido sino de algún artista anónimo que quiso dejar su huella en aquel hueco.


De pronto escuché un crujido que no era propio de un techo de madera sino que más bien parecía el de alguien con los huesos entumecidos por el tiempo. Pero no se veía a nadie. La luz del sol iluminaba todo el interior y no parecía haber escondido tras aquellos bancos ningún alma en pena. Andando hacia el  presbiterio me encontré con  unas cuantas tumbas de niños, de pequeño tamaño con fechas y nombres de la familia. Recordé que en el artículo que había leído por la mañana se decía que había sido un cementerio de niños. Los pelos se me pusieron de punta al darme cuenta que estaba caminando sobre ellas. Algunas se movían por el paso del tiempo.

De nuevo escuché el crujido de huesos y me aventuré a entrar en la sacristía que estaba tras el presbiterio donde los crujidos se oían cada vez con más fuerza. De pronto, asustado, como alma que lleva el diablo, pasó a mi lado como un rayo un viejo perro cazador de aspecto escuálido y descuidado. Sus huesos sonaban como cual caja de música y en aquel ambiente sordo pude escuchar incluso el retorcer de sus tripas secas por el hambre.


No salió del habitáculo, volvió la cabeza atrás como si esperase que le tirase una piedra o similar. Lo llamé con cariño para que se acercara y notó que venía en son de paz. Tardó un instante en llegar hasta mis pies buscando calor y algo de comida para acallar las tripas casi secas por el hambre. Lo acaricié y saqué un paquete de galletas que llevaba en la mochila y que devoraba desesperado.


De pronto se oyó un estruendo seco que retumbó en todo el edificio y que nos hizo salir huyendo poniendo los pies en polvorosa, porque allí seguro que no había nadie salvo el perro y yo y… ¿aquél ruido extraño? ¿y el crujido de huesos de quién era? Eso no lo sabré más porque tampoco es cuestión de contarle a nadie que “salí por patas” de un edificio  del que se supone no hay nadie y pongan en entredicho mi “hombría”.