jueves, 26 de octubre de 2017

De cuando Paco se quedó encajado en el ataúd de su abuelo.

Por Sergio Naranjo
Mediando los años 50 se murió un hombre en la plaza de La Milagrosa, y se dispuso velorio y entierro al modo de aquel tiempo. A uno de los nietos, ya un galletón, Paco, y a otro casi en tiempo de ir al cuartel y que andando diez años más iba a ser tío mío, Pepe, les hicieron la encomienda de ir a buscar el ataúd. Salieron hasta El Faro, a la carpintería de maestro José Antonio Alvarado, que se dedicaba a esos menesteres también, le hicieron el encargo, y entre lo que se tardaba en hacer la caja y volver Adolfina de una salida que hizo, más lo que ella tardaba en forrar la caja de un tafetán negro y ponerle unos broches dorados, se les hizo de noche.
Era una noche oscura, sin luna ni estrellas, y en esos años, ni una luz en el horizonte, y menos por aquellos andurriales. Se alumbraba la pareja con un “jachón”, que viene a ser como una tea forrada de tela recia y embadurnada de brea. Daba una luz buena y duradera, pero a cambio echaba una jumacera del diablo. Por razón evidente, el que iba delante lo llevaba y veían bien el camino, pero el de detrás iba ciego de humo.
Descansaron en el estanque de La Caldera, al lado de la casa de Plácido, y emprendieron la bajada a Los Roquetes. La vereda era polvorienta y tenía piedrillas sueltas. Pasó lo que tenía que pasar y Paco resbaló, Pepe le siguió atrás y se cayó el jachón a un lado y se apagó, ellos al suelo y el ataúd, del toletazo, se abrió y fue a caer con tan buena suerte virado para abajo y encima del pobre Paco, que ni el día que se muera se quedará tan bien encajado donde le toque, pero con la caja por encima.
Cuando Pepe se jalló, atinó a levantarse y sacudirse apenas, en el oscuro se escuchaba, como de lejos, aquella voz de dentro del ataúd: ¡Sácame de aquí, coooooño!