domingo, 28 de febrero de 2010

La Cruz del Ovejero


Tamaraceite fue lugar de paso para personas, vehículos y animales desde época histórica. Abundante ganado de zona de cumbres bajaba en invierno a zonas más bajas como Tamaraceite a pastar y por aquí andaban durante algunos meses. Esta zona fue muy abundante en agua por lo que no es equivocado decir que fuera un lugar apetecible para el pastoreo y cercana a un núcleo urbano para repostar. Aprovechaban los pastores de ovejas y cabras el barranco de Guanarteme o las suaves lomas que había entre La Isleta y Tamaraceite para llevar la leche que vendían o los animales. A la influencia de la agricultura y de los fenómenos naturales en la degradación del paisaje tamaraceitero hay que sumar desde mucho antes el sobrepastoreo, ya que los rebaños permanecían aquí desde noviembre hasta julio, para después trasladarse a Valleseco o Firgas. Por ello existían cortijos como el de San Gregorio, de ahí le viene el nombre al lugar. Como el topónimo Cruz del Ovejero, que viene de una cruz que se puso allí hace mucho ya y que desapareció con el tiempo, porque según cuentan nuestros mayores, en esa zona hubo un asesinato. Dos pastores discutieron por una oveja, fruto de esa discusión uno de ellos apuñaló al otro, falleciendo en el instante. Los lugareños colocaron una cruz en el lugar para rememorar aquel fatídico acontecimiento. De ahí le viene el nombre al lugar.

jueves, 25 de febrero de 2010

Mariquita García la partera


Hoy les voy a hablar de una persona muy cercana, mi abuela. Ella se llamaba María García, Dios la tenga en el cielo, esposa de José Cabrera y muy conocida no solo por su labor, de la que les voy a contar a continuación, sino por su gran bondad. La gente de Tamaraceite la conocía por Mariquita García, la partera, y fue la "madre" de muchos de los niños que ahora tienen 40 ó 50 años. Todavía recuerdo su caja metálica amarilla, de galletas inglesas, donde guardaba sus artilugios para las "operaciones" que realizaba siempre en la casa de las parturientas. Ella sabía con solo tocar a la futura madre si "estaba para ella" y si no les decía "mi niña, tienes que ir para abajo". Ella nos contaba que las mujeres le suplicaban que hiciera lo que pudiese, que ellas no querían"ir para abajo", osea, ir a la clínica, ya que eso suponía que había muchas posibilidades de que no volviera por el alto índice de mortalidad que había en la "Clínica Nueva" como así la llamaban, cuando antes de construirse la Clínica del Pino había una "clínica" que después fue Casa de Socorro en la calle León y Castillo.
Mariquita García no cobraba porque las personas a las que atendía eran tan pobres como ella, que apenas tenían para comer. Ella lo hacía por amor a Dios y a las personas. Y como Dios da el ciento por uno, nunca le faltaba un plato de comida en su casa ya que la gente le pagaba con unas papitas o plátanos o lo que tuviesen. Pero no solo atendía a las mujeres de nuestro pueblo de Tamaraceite sino que venían a buscarla de otros pueblos cercanos y de Las Palmas. Sus hijas estaban acostumbradas a que a cualquier hora de la noche podía tocar alguien, algunos venían en taxi, de los pocos que había por aquellos años, para que acudiera a asistir a su señora. Incluso en el ocaso de su vida, cuando la demencia fue tocando su cabeza, acudía a asistir a partos. Me cuenta mi tía que una vez tocaron en casa para preguntar por Mariquita García y salió en silencio sin que ella se despertara para decirle que ella ya no podía ir a asistir. Pero Mariquita si se despertaba quería acudir, y en más de una ocasión así lo hizo. Cuentan las que vivieron esta experiencia que era tan buena que incluso quisieron llevársela a la clínica a hacer de matrona, y ella amablemente dijo que ya no estaba para eso y que solo lo hacía por ayudar. Pero su labor no solo consistía en asistir en el parto sino que luego iba a realizar las curas a la parturienta, a lavar a los niños a las 24 horas y a las niñas a relizarle los agujeros de los orejas. Estoy seguro que muchos de los que nos leen fueron asistidos por Mariquita García y todavía la recuerdan.

sábado, 20 de febrero de 2010

Conchi Moreno, mi maestra de prácticas




Sergio Naranjo nos vuelve a dejar con otra de sus perlas. Hoy, casualmente, es un día especial para Conchi Moreno ya que es su cumpleaños, por lo que queremos dejarle con este pequeño gran regalo de Sergio Naranjo, uno de sus alumnos. Muchas gracias a Sergio y ustedes a disfrutarlo.

Para Conchi Moreno. Un hada de cuento.
Habitualmente no suelo escuchar entrevistas a quien no tiene nada que decir, pero me paro y escucho a quien habla cosas del pueblo, cosas de la gente. Cosas mías. Al otro lado todos aquellos que José María García llamaba chupópteros, correveidiles, abrazafarolas, todos ellos con una cara descomunal, todos cotizando seis años para quedarse cobrando pensión completa toda su vida y que pague el pobre. Pero a este lado siempre hay gente que me llama la atención.Conchi Moreno fue presentada por Esteban en la radio como una activista por Tamaraceite. Nada que objetar, mientras me picó la curiosidad y me esperé. Y entonces oí aquella voz. Y la volví a escuchar, y me volví a sumergir en mis recuerdos. Campanilla me volvió a llamar desde el País de Nunca Jamás. Alicia me volvió a invitar a entrar en su País de las Maravillas. Y mientras aquella voz iba desgranando una historia personal a favor de Tamaraceite, yo me iba maravillando que a veces, esta curiosa memoria mía, que absorbe lo que le interesa y me hace sudar Dios y patria para memorizar lo que a ella no le impacta, trae también los momentos buenos de mi vida.Y tal como funciona esta memoria, y tal como me sentenciaron hace muchos años ya, en oyendo algo que me insinuara un recuerdo, como quien pone en marcha una cinta de video, mi cerebro recordó, me puso allí, a fines de 1972 en aquella clase de Don Antonio, en El Toscón, frente a una maestra en prácticas que se llamaba Señorita Conchi, una hija de Don Manuel. Éramos niños de segundo, con siete años la mayoría, y nos dejamos llevar por la hipnosis de su semblante, risa embalsada, alegría de una mañana fría y gris de diciembre que ella gratificó.Se puso delante de nosotros tras la pizarra, y un hada madrina nos encantó, y nos enseñó la letra de dos villancicos, tan distinto aquel pequeño tamborilero del habitual de Raphael, tan íntimo. Pero lo conocíamos y lo cantábamos con nuestras vocecillas desafinadas. Y de aquel otro, sopas le dieron al Niño, que nadie conocía y que ella hubo de cantar varias veces, para que su voz se deslizara por el gélido aire de aquella mañana como barranquillo de aguas termales. Y recuerdo aquel cuerpecillo joven y garboso, enfundado en un pantalón negro de pana y una camisa blanca de hilo; aquel peinado de la época hecho a un pelo moreno y recortado. Y la voz, ensoñación angelical.Siempre me quedé con el deseo de encontrar aquel villancico, pero nunca lo vi, hasta que treinta años después lo encontré sonando como música ambiente en unos grandes almacenes. Y les hice quitar aquel disco del reproductor, llevarlo al almacén y contabilizarlo para que me lo pudieran vender. Y lo volví a poner. Pero no sonaba la voz de aquel coro, sonaba la tuya, Conchi. Aquellas sopas se las comió San José no porque estuvieran dulces. Sino porque las cantabas tú. Porque mientras yo tenga memoria, como en las entrevistas de Esteban, siempre habrá otro lado reservado para gente como tú. Cada Navidad habrá un lado para las luces, la hipocresía, los gastos, el materialismo... Y habrá otro para la luz, la sinceridad, la sencillez, el compromiso...La dulzura de tu voz, cada año, permanece en el fondo de mi inocencia, en mi candidez, en mis mejores deseos, haciendo salir a la luna bella y al hermoso sol, el que nos alumbra con su resplandor. Como tu voz.

miércoles, 17 de febrero de 2010

¿Me conoces mascarita?


¿Me conoces mascarita? Una expresión que ya pertenece a nuestro pasado más entrañable. Cómo han cambiado los carnavales en los últimos cuarenta años. Se ha ido pasando progresivamente de un carnaval activo a un carnaval pasivo. Un carnaval en que todo nos lo hacíamos con lo que teníamos en casa o con ropa prestada y ahora todo está hecho. Cualquier artilugio o disfraz que queramos está en el mercado. Un golpe duro a la imaginación de niños y mayores. Todavía recuerdo cuando deseábamos que llegase el carnaval para salir a la calle, e ir de casa en casa a pedir un "huevito". Una tradición que con el tiempo se ha perdido, y a mi modo de entender, con ella ha ido desapareciendo la escencia de las fiestas de las carnestolendas. Yo no viví la "fiesta prohibida" que vivieron mis padres y abuelos, en los que a muchos les tocó correr delante de la policía armada con aquellos trajes de "arretrancos" o aquellas fiestas casi clandestinas debajo del bombillo del farol callejero al son de una música discreta para no ser oídos por las autoridades. Aunque sí que es verdad que a todos les tocaba "cuidar" un rato para dar la voz de aviso si aparecían los guindillas. En los años 60 y 70 en nuestros pueblos eran tradicionales las fiestas de la Sociedad de Recreo, para los más pudientes, y las del Cine, a la que podía ir toda la gente sin distincion de clase social. Allí se entremezclaban ricos y pobres, los de la Montañeta y los de la Carretera, los de aquí y los de afuera, todos unidos al son del ritmo que imprimían las orquestas de moda del momento, La Tropical o Los Covina. Incluso había tiempo para las fiestas infantiles las 5 de a tarde. Las cosas han cambiado, hemos pasado de un carnaval familiar y de pueblo o de barrio, a un carnaval mediático y comercial. Ya no hace falta salir de casa para vivir el carnaval, se puede hacer desde el sillón de casa y sin ponerse un triste antifaz. Y sobre todo, no se dice esa frase que tantos recuerdos de mi niñez me trae: ¿me conoces mascarita?

lunes, 15 de febrero de 2010

Visita al Consultorio Médico




Nuestro amigo Sergio Naranjo de San José del Álamo nos trae otro de sus recuerdos. Esta vez nos habla de sus visitas al consultorio médico, sito en la Carretera General, enfrente del Estudio Fotográfico Eduardo y de la Centralita Telefónica.
Las seis de la mañana de un amanecer en 1974. En Tamaraceite, al lado del cuartelillo de la Policía Municipal. Fría mañana esta; siempre que me encuentro aquí estoy malo y con fiebre, como hoy. Mi madre y yo hemos llegado lo antes posible; nos hemos levantado temprano a más no poder; hemos hecho todas las cosas a la carrera; mi padre nos ha traído bastante más temprano de lo que suele bajar... Siempre hay entre diez y veinte personas esperando cuando llegamos. Nos demos la prisa que nos demos, allí están. No todas están con cara de enfermos; hay entre tres y cinco que no lo parecen, pero allí están. Las mujeres de inmediato se ponen a hablar. No sé cómo rayos lo hacen, pero en cosa de segundos ya están dándole al pico. Los hombres son más adustos; apenas hablan, y sus frases son más distantes entre sí. El tráfico está de miedo, cualquier día habrá que bajar Tamaraceite haciendo cola, como esto siga así.A las seis y media, puntual como ella sola, llega Rosita. Parece un soldado de cuerda, con sus movimientos rápidos, monótonos, invariables. Esas gafas de culo botella; esas manos ágiles, nerviosas; y ese temperamento digno de un rayo. Apenas levanta metro y medio del suelo, pero se faja con cualquiera. Empieza a pedir las cartillas del seguro, y a cambio va entregando las chapas plateadas con el numerito grabado que nos dará la salvación. Siempre se pelean por la vez las mismas dos o tres; y siempre son las que no tienen cara de enfermas. Por fin, con las cartillas en sus manos, Rosita nos permite pasar a la sala de espera y pasillo. Antes, cuando llegó, abrió, entró y cerró tras ella. Cuando volvió a aparecer venía enfundada en una bata blanca.El pasillo suele ser el sitio donde yo espero. En la sala no cabe un alma. Allá se ha sentado hoy mi madre, que ha podido entrar, para variar. La mayor de las veces la pasa a pie firme, en el pasillo también. Pero hoy está enfrascada en una tremenda discusión de mujeres, y sus rivales le han facilitado sitio, para explayarse entre todas, conformando un tremendo griterío. Fuera quedo yo, que por lo menos ya me puedo quitar la dichosa toalla. Debo tener lo menos treinta y nueve de fiebre. El runrún de los coches bajando por la carretera es continuo. De vez en cuando alguno que sube. Y no amanece. La débil luz del pasillo, un simple bombillo colgado del techo, es aún más intensa que la que hay en la sala, envuelta en una tulipa blanca, en forma de pelota de unos veinte centímetros de diámetro. Miro con desconsuelo aquellas sillas, que nunca he probado. Y el olor, irrespirable, a un montón de colonias baratas, mezclado con el humo de los cigarros...Por fin aparece Don José García. No parece haber tenido nunca pelo, más que en las sienes y la parte superior del cogote, blanco, igual que el de su eterno bigote. Lleva gafas, y un cigarro recién encendido, detrás del cual nos observará. Saluda rutinariamente, mientras entra a la consulta por una puerta distinta a la de los impacientes pacientes. Comienzan a entrar, y salen rápidamente, cada dos o tres minutos, con cara de haberse curado ya. Al fin, mi turno. Cuando ya me babeaba pensando en poderme sentar, cortado mi gozo por un imperativo “déjale el sitio a la señora, Sergio”, pronunciado por mi madre, con aquella entonación fisna que suele poner en el médico, se oye desde dentro el “pase” pronunciado por Rosita y que era esta vez para mí.La consulta es exactamente la misma de siempre. Don José que pregunta qué tiene el niño mientras ni nos mira, garabateando en una receta lo que Rosita le va dictando; mi madre, muy fisna ella, le va soltando la letanía de mis males. Tan pronto acaba Don José de apuntar nuestro número de seguridad social, corta a mi madre y le dice, mientras va escribiendo en la receta: “Cuatro inyecciones, dos al día, y el jarabe, una cucharada en las comidas”. Y se acabó.Ya en la calle, se ha hecho el día. Menos mal que mi madre no me vuelve a colocar la puñetera toalla por encima, mientras al fresco de la brisa mañanera nos vamos hacia arriba, a la farmacia del Cruce de San Lorenzo. Agradezco profundamente aquel fresquillo, aunque esté adobado con humo de gas oil y olor a gasolina, después de lo mal que lo he pasado dentro de aquella ratonera, donde sigue habiendo oscuridad. En la farmacia, algo de cola, pero menos. Allí sí me puedo sentar, en uno de esos bancos hechos con finas tablillas de madera barnizada, que ya no puedo más. Hoy vamos directos a San José del Álamo, no hay que entrar a comprar nada en Casa Marcelita, menos mal. Aunque aún tengo que soportar el último calvario: el taxi. Curioso. Cuando vengo al médico es cuando únicamente lo coge mi madre, y no el coche de hora que nos deja en Hoya Fría, para luego llegar a casa caminando. Aún así, lo del taxi es un sufrimiento. Ese Peugeot 404 que tiembla más que una burra loca; ese olor del forro de los sillones; esa horrible poca velocidad que toman los taxistas, hacen que cuando voy por Piletas esté a punto de vomitar. Si no lo hago es porque no tengo nada en la barriga que soltar. Hoy ha tocado Rubén, el hermano de Vicente; por un tris se nos ha escapado Santiago Naranjo, que tiene el mismo fotingo, pero que por lo menos corre como un tiro. Llegamos a la antesala del paraíso, San José del Álamo, pero aún hay más: La inyección. Dionisita se prepara el cacharro aquel lleno de alcohol al que pega fuego, mientras agita con fuerza la cápsula del inyectable con algo que le ha enchufado allí. El mismo ritual de siempre. Mientras, yo me pongo por lo bajito a rezar todo lo que sé, esperando el momento fatal. No sé cómo, pero me ha enchufado la enésima inyección, y dolorido hasta el alma me voy a casa sin esperar a mamá, que se ha encontrado yo no sé a quién. Pero al fin llega y abre la puerta. Me quito la ropa en uno de los mayores momentos de gozo y albricias que puedo disfrutar en mi vida: he vuelto de una salida de compras o médicos, lo mismo da. Todo ello mientras mamá machaconamente me regaña a grito pelado lo mal que hoy me comportado, soltando un sermón que ni Don Luis. Pero ya estoy en casa...

viernes, 12 de febrero de 2010

Desaparición del Cine Galdós

El Cine Galdós fue un referente cultural y social en nuestro pueblo de Tamaraceite. Muchas fueron las películas que se pusieron en su sala desde que Don José Cruz trajera el cine a Tamaraceite hasta su declive y posterior desaparición. En la imagen podemos ver un momento histórico para Tamaraceite y fue la desparición de lo que había sido la cuna de los sueños de muchos de sus habitantes pequeños y mayores. Con su cierre se vinieron abajo muchos recuerdos que todavía permanecen en el corazón de los mayores de 40.