Se acerca el puente de Semana Santa. Descanso, fervor, diversión o las tres se conjugan a la vez. Todavía, pese a quien le pese la Semana Santa se sigue viviendo con plenitud, eso sí de otra manera que antes, pero continúa siendo una manifestación de respeto y simbología para el cristiano. La vida del cristiano gira en torno a la Resurrección de Jesús, referencia más importante de nuestra fe. Durante los tres primeros siglos del cristianismo la única fiesta que realmente se celebraba era la Pascua de Resurrección. Con el paso del tiempo ese acontecimiento de la Resurrección se fue ampliando alrededor de la Semana Santa que se celebra el domingo siguiente a la primera luna llena del equinocio de primavera, entre el 22 de marzo y el 25 de abril. Yo tengo muchos recuerdos de la Semana Santa, cargada de solemnidad y respeto. La gente se iba preparando desde el Miércoles de Ceniza con la entrada de la Cuaresma, cuando no se podía oir hablar de carnaval. Cuarenta días de ayuno y abstinencia, sobre todo de carne los viernes, que se llevaba a rajatabla. Por esos años el latín era el idioma oficial de la iglesia y los monaguillos tenían que aprenderse de memoria las oraciones en la lengua clásica. Don Manuel Rodríguez, al salir de la escuela, en los escalones, les enseñaba, y daba más “leña” que clases... Pero se aprendía. Uno de los monaguillos de aquella época recuerda que en Tamaraceite el cura Don Manuel Rodríguez puso, en donde hoy está el mural de Jesús Arencibia, las cortinas que le había prestado el dueño del cine, Don Manuel Marrero. Colocó unas cuerdas y había que tirar de ellas cuando, en la Vigilia de Pascua, el cura cantara “Gloria in excelsis Deo” (Gloria a Dios en las alturas). Y mientras cantaba el gloria, los monaguillos tenían que hacer sonar con fuerza las campanillas chicas. Manuel se cansaba de tocar tanto tiempo y el cura le daba capones en la cabeza diciendo: sigue, sigue, sigue... Mucho respeto sí que había en semana santa. En la radio solo podías escuchar música clásica y como te cogieran cantando el viernes santo te daban un capón.Ese día era el clásico del sancocho con gofio amasado y batatas.Muchos monaguillos se peleaban por salir en las procesiones que eran muy solemnes en los pueblos y la capital, aún cuando no estaba muy de moda lo de las cofradías. El vestuario del monaguillo, era la sotana y el roquete en la parte de arriba. El mayor llevaba sobrepelliz. También se ponían la moceta, una especie de capa hasta media espalda, como las pañoletas de las mujeres. El sochantre estaba para cantar y el sacristán estaba para el arreglo de la iglesia. Quién no recuerda hace unos años, algunos ya, cuando llegaba la semana santa y los grupos de jóvenes se reunían para vivir "su semana santa". En algunos de nuestros pueblos se representaba por las calles la pasión y muerte de Jesús, que culminaba colgando a "Jesús" de un madero. Incluso la iluminación la ponían varios coches con sus faros encendidos. Todavía sigue esta tradición, después de dieciocho años, en la Villa de Agüimes donde se representa el Auto de la Pasión escrita por Orlando Hernández, hijo de la villa. Otras muchas son las imágenes de estos días, como la del sábado, cuando se bendecía el agua y los monaguillos salían a rociar las casas. Ellos entraban y la gente les decía dónde debían rociar. Los moradores en agradecimiento daba algunos huevos o algunas perrillas que ellos iban recogiendo. Cuando llegaban a una tienda, compraban con el dinero de la alcancía un poco de pan y sardinas. A los monaguillos de antes nadie los tenían que despertar para ir a misa. El gallo de Cirila Cantero en Tamaraceite los despertaba los domingos a las cuatro y media de la mañana y solamente por el hecho de ponerse la sotana no dormían en toda la noche pensando en el pan calentito que traía Agustinita para los monaguillos. En estos días la Semana Santa se vive de manera algo "diferente". Los cristianos de hoy en día combinan playa con cultos, que no está mal tampoco, porque digo yo, tiempo para todo hay.
2 comentarios:
El tiempo de mi infancia y mi niñez transcurrió mientras el invicto caudillo terminaba de consagrar su vida a España. Y, al menos para mí, el día más negro de cada uno de aquellos años lo constituía el Viernes Santo. El frugal desayuno empezaba el día, siempre vigilado por mi madre, vicaria de Cristo en mi casa, para que la observancia de las normas fuera estricta. Mi pobre padre se llevaba la mayor parte de las reprimendas y admoniciones al menor intento del más leve movimiento. El día había de pasarse en una suerte de aletargamiento mínimamente roto sólo para hacer algo de comer al mediodía, cuando sí estaba permitido comer hasta hartarse.
No había electricidad en mi barrio, ni televisor en mi casa. Sólo la radio emitía música clásica, que era llamada por todos “zarzuelas” en tono despectivo. La barriga se llenaba con una pella de gofio jalada por cebollas y coronada por plátanos, que eso del sancocho con pescado salado era una comida para gentes tales y de postín, y no para nosotros, que éramos pobres. Ese momento era acompañado de las amenazas más sobrecogedoras, a grito pelado, airadamente vociferadas, por algún obispo que se desgañitaba ante los micrófonos de Radio Popular o Radio Nacional de España.
A media tarde nos poníamos la mejor ropa del ropero: la de la fiesta del año anterior, y nos pasábamos las siguientes cuatro horas, hasta la llegada de la noche, compartiendo efluvios a Varón Dandy, ronroneos de tripas vacías, olores a sahumerio y soniquetes a ropas frisadas. Se rezaba, cantaba, procesionaba... Cualquier cosa era buena con tal de no quedarnos en la molicie de la casa y esperar al día siguiente. Por la ubicación de nuestro barrio, desde que mi padre se compró coche, aquel Austin 1.300 inglés y rojo fuego, íbamos ya a La Milagrosa, nuestra parroquia; a Tamaraceite, nuestro pueblo; o a Teror, el sitio del postín. En todos ellos, llovieron amenazas, broncas, reconvenciones, en actos de nunca acabar.
Pero llegaba la noche y nos volvíamos a casa. Podíamos aliviar el hambre con otra cena, de nuevo muy leve, para irnos a dormir. Y al día siguiente el Señor continuaba muerto, pero al menos nosotros habíamos resucitado. Aleluya.
Qué razón tienes Sergio.
Como se vivía antes la Semana Santa...
Hay que ver lo que imponía a determinadas edades,que en vez de entender el significado que tiene,era tal la forma de querer inculacarla en nosotros, que lo que hacían era crear en nosotros miedo a Dios y a su castigo.
Hoy en día gracias a Dios a los pequeños y a todos en general se nos hace sentir y vivir el verdadero sentido de estos días de recogimiento.Al decir esto, no he podido evitar acordarme de Manolo Vieira, cuando dice aquello de :"Semana Santa, semana de recogimiento. Unos se recogen en el sur,otros en otras islas,en el campo...en fin que cada uno se recoge donde quiere..."
Bueno, lo importante es saber el significado que tienen estos días para los cristianos...el lugar...da igual.
Saluditos Sergio, me encanta cmo siempre le pones el puntito de humor a tus comentarios.
Un besote.
Mency Marrero
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