lunes, 15 de febrero de 2010

Visita al Consultorio Médico




Nuestro amigo Sergio Naranjo de San José del Álamo nos trae otro de sus recuerdos. Esta vez nos habla de sus visitas al consultorio médico, sito en la Carretera General, enfrente del Estudio Fotográfico Eduardo y de la Centralita Telefónica.
Las seis de la mañana de un amanecer en 1974. En Tamaraceite, al lado del cuartelillo de la Policía Municipal. Fría mañana esta; siempre que me encuentro aquí estoy malo y con fiebre, como hoy. Mi madre y yo hemos llegado lo antes posible; nos hemos levantado temprano a más no poder; hemos hecho todas las cosas a la carrera; mi padre nos ha traído bastante más temprano de lo que suele bajar... Siempre hay entre diez y veinte personas esperando cuando llegamos. Nos demos la prisa que nos demos, allí están. No todas están con cara de enfermos; hay entre tres y cinco que no lo parecen, pero allí están. Las mujeres de inmediato se ponen a hablar. No sé cómo rayos lo hacen, pero en cosa de segundos ya están dándole al pico. Los hombres son más adustos; apenas hablan, y sus frases son más distantes entre sí. El tráfico está de miedo, cualquier día habrá que bajar Tamaraceite haciendo cola, como esto siga así.A las seis y media, puntual como ella sola, llega Rosita. Parece un soldado de cuerda, con sus movimientos rápidos, monótonos, invariables. Esas gafas de culo botella; esas manos ágiles, nerviosas; y ese temperamento digno de un rayo. Apenas levanta metro y medio del suelo, pero se faja con cualquiera. Empieza a pedir las cartillas del seguro, y a cambio va entregando las chapas plateadas con el numerito grabado que nos dará la salvación. Siempre se pelean por la vez las mismas dos o tres; y siempre son las que no tienen cara de enfermas. Por fin, con las cartillas en sus manos, Rosita nos permite pasar a la sala de espera y pasillo. Antes, cuando llegó, abrió, entró y cerró tras ella. Cuando volvió a aparecer venía enfundada en una bata blanca.El pasillo suele ser el sitio donde yo espero. En la sala no cabe un alma. Allá se ha sentado hoy mi madre, que ha podido entrar, para variar. La mayor de las veces la pasa a pie firme, en el pasillo también. Pero hoy está enfrascada en una tremenda discusión de mujeres, y sus rivales le han facilitado sitio, para explayarse entre todas, conformando un tremendo griterío. Fuera quedo yo, que por lo menos ya me puedo quitar la dichosa toalla. Debo tener lo menos treinta y nueve de fiebre. El runrún de los coches bajando por la carretera es continuo. De vez en cuando alguno que sube. Y no amanece. La débil luz del pasillo, un simple bombillo colgado del techo, es aún más intensa que la que hay en la sala, envuelta en una tulipa blanca, en forma de pelota de unos veinte centímetros de diámetro. Miro con desconsuelo aquellas sillas, que nunca he probado. Y el olor, irrespirable, a un montón de colonias baratas, mezclado con el humo de los cigarros...Por fin aparece Don José García. No parece haber tenido nunca pelo, más que en las sienes y la parte superior del cogote, blanco, igual que el de su eterno bigote. Lleva gafas, y un cigarro recién encendido, detrás del cual nos observará. Saluda rutinariamente, mientras entra a la consulta por una puerta distinta a la de los impacientes pacientes. Comienzan a entrar, y salen rápidamente, cada dos o tres minutos, con cara de haberse curado ya. Al fin, mi turno. Cuando ya me babeaba pensando en poderme sentar, cortado mi gozo por un imperativo “déjale el sitio a la señora, Sergio”, pronunciado por mi madre, con aquella entonación fisna que suele poner en el médico, se oye desde dentro el “pase” pronunciado por Rosita y que era esta vez para mí.La consulta es exactamente la misma de siempre. Don José que pregunta qué tiene el niño mientras ni nos mira, garabateando en una receta lo que Rosita le va dictando; mi madre, muy fisna ella, le va soltando la letanía de mis males. Tan pronto acaba Don José de apuntar nuestro número de seguridad social, corta a mi madre y le dice, mientras va escribiendo en la receta: “Cuatro inyecciones, dos al día, y el jarabe, una cucharada en las comidas”. Y se acabó.Ya en la calle, se ha hecho el día. Menos mal que mi madre no me vuelve a colocar la puñetera toalla por encima, mientras al fresco de la brisa mañanera nos vamos hacia arriba, a la farmacia del Cruce de San Lorenzo. Agradezco profundamente aquel fresquillo, aunque esté adobado con humo de gas oil y olor a gasolina, después de lo mal que lo he pasado dentro de aquella ratonera, donde sigue habiendo oscuridad. En la farmacia, algo de cola, pero menos. Allí sí me puedo sentar, en uno de esos bancos hechos con finas tablillas de madera barnizada, que ya no puedo más. Hoy vamos directos a San José del Álamo, no hay que entrar a comprar nada en Casa Marcelita, menos mal. Aunque aún tengo que soportar el último calvario: el taxi. Curioso. Cuando vengo al médico es cuando únicamente lo coge mi madre, y no el coche de hora que nos deja en Hoya Fría, para luego llegar a casa caminando. Aún así, lo del taxi es un sufrimiento. Ese Peugeot 404 que tiembla más que una burra loca; ese olor del forro de los sillones; esa horrible poca velocidad que toman los taxistas, hacen que cuando voy por Piletas esté a punto de vomitar. Si no lo hago es porque no tengo nada en la barriga que soltar. Hoy ha tocado Rubén, el hermano de Vicente; por un tris se nos ha escapado Santiago Naranjo, que tiene el mismo fotingo, pero que por lo menos corre como un tiro. Llegamos a la antesala del paraíso, San José del Álamo, pero aún hay más: La inyección. Dionisita se prepara el cacharro aquel lleno de alcohol al que pega fuego, mientras agita con fuerza la cápsula del inyectable con algo que le ha enchufado allí. El mismo ritual de siempre. Mientras, yo me pongo por lo bajito a rezar todo lo que sé, esperando el momento fatal. No sé cómo, pero me ha enchufado la enésima inyección, y dolorido hasta el alma me voy a casa sin esperar a mamá, que se ha encontrado yo no sé a quién. Pero al fin llega y abre la puerta. Me quito la ropa en uno de los mayores momentos de gozo y albricias que puedo disfrutar en mi vida: he vuelto de una salida de compras o médicos, lo mismo da. Todo ello mientras mamá machaconamente me regaña a grito pelado lo mal que hoy me comportado, soltando un sermón que ni Don Luis. Pero ya estoy en casa...

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo tambien recuerdo de ir al consultorio medico de alli. M madre me mandaba a repetir medicinas. Que años aquellos