Por Sergio Naranjo |
Mediando los años 50 se murió un hombre en la plaza de La Milagrosa, y se dispuso velorio y entierro al modo de aquel tiempo. A uno de los nietos, ya un galletón, Paco, y a otro casi en tiempo de ir al cuartel y que andando diez años más iba a ser tío mío, Pepe, les hicieron la encomienda de ir a buscar el ataúd. Salieron hasta El Faro, a la carpintería de maestro José Antonio Alvarado, que se dedicaba a esos menesteres también, le hicieron el encargo, y entre lo que se tardaba en hacer la caja y volver Adolfina de una salida que hizo, más lo que ella tardaba en forrar la caja de un tafetán negro y ponerle unos broches dorados, se les hizo de noche.
Era una noche oscura, sin luna ni estrellas, y en esos años, ni una luz en el horizonte, y menos por aquellos andurriales. Se alumbraba la pareja con un “jachón”, que viene a ser como una tea forrada de tela recia y embadurnada de brea. Daba una luz buena y duradera, pero a cambio echaba una jumacera del diablo. Por razón evidente, el que iba delante lo llevaba y veían bien el camino, pero el de detrás iba ciego de humo.
Descansaron en el estanque de La Caldera, al lado de la casa de Plácido, y emprendieron la bajada a Los Roquetes. La vereda era polvorienta y tenía piedrillas sueltas. Pasó lo que tenía que pasar y Paco resbaló, Pepe le siguió atrás y se cayó el jachón a un lado y se apagó, ellos al suelo y el ataúd, del toletazo, se abrió y fue a caer con tan buena suerte virado para abajo y encima del pobre Paco, que ni el día que se muera se quedará tan bien encajado donde le toque, pero con la caja por encima.
Cuando Pepe se jalló, atinó a levantarse y sacudirse apenas, en el oscuro se escuchaba, como de lejos, aquella voz de dentro del ataúd: ¡Sácame de aquí, coooooño!
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