Por: Sergio Naranjo
Yo fui el último chiquillo que nació en San José del Álamo, porque Juan Luis y Senén, los siguientes, ya nacieron en clínicas y vinieron a los tres días, envueltos en ropas blancas y caras, contenidos en unas raras canastillas. A ellos nos los trajo la cigüeña, no les cortó el ombligo Inesita Herrera ni se recibió su llegada con aquella reunión familiar donde con las parturientas no podía haber hombre alguno. Por ellos no hubo que salir en busca de don Juan Guerra allá abajo al Puerto, para que diera el visto bueno. Y, años más tarde, yo también fui el último que tuvo en blanco y negro su foto de primera comunión. Hasta mi primo Jesús, el de Piletas, que apenas tiene seis meses menos que yo, aparece en color en la suya.
No teniendo al alcance aún en mi caso los adelantos médicos, se llevó a cabo por última vez conmigo otra tradición. Por lo visto, nací un viernes, y como no venía don Juan hasta el lunes si la cosa no era de urgencia, le fue pareciendo raro a mi gente que yo me fuera poniendo amarillo. Y temiendo por mi vida salieron a la mañana siguiente rumbo a La Milagrosa para bautizarme de urgencia, con lo que fue aquella fecha la primera de la mala fama que con razón tiene el 11 de septiembre. Atravesando el barranco del Pedregal, Las Labradoras, el barranco del Laurelar, subiendo la cuesta del Morro, dejando atrás El Masapez y su barranco con la breve parada en casa de mis abuelos maternos, se subió al fin La Cuesta, para entrar en la plaza por El Calvario. Todo ese camino hice en brazos de mi madrina, más de una hora bajo del ardiente sol del último tramo del verano.
Se hizo el bautizo al modo de antes, con la pila lo más cerca de la puerta de la calle. Y cuando don Santiago Pérez preguntó cómo le iban a poner al niño, el guasón de mi padrino recordó los chistes de Pepe Monagas, que contados por Pepe Castellano estaban tan de moda entonces, y viendo por primera vez a su ahijado presto a cristianar, sugirió que me bautizaran por los pies, que sería un pecado mortal derramar tanta agua bendita. Fue mi madrina quien me defendió ya desde mi primer mal trago y se me bautizó por la cabeza, aunque aquel día Santos Martel vendiera todos los trapos que le quedaban en la tienda para limpiar el ceneguero.
En estos días he estado observando las fotos del barranco de Tamaraceite de banda a banda, y el color verde de las antiguas fincas, ahora abandonadas y reducidas a míseras estampas del recuerdo esplendoroso. Allá lejos en el cauce aún sigue destacando el color de la Casa de Pico, aunque son más de una, donde mi madrina residió tantos años con su rancho. Allá tengo numerosas anécdotas, de las cuales alguna contaré en otra ocasión. Allá se enlaza de nuevo, a través de la gente que tuvo relación con esa finca, la historia de los pagos alrededor de nuestro Pueblo, Tamaraceite. El pasado y el presente de todos estos paseos por el Tamaraceite de dentro y de fuera, de antes y ahora, aunque ahora muchos se sorprendan al ver relación entre todos estos pagos. Pero es que un día Tamaraceite fue pueblo y no un barrio como ahora.
Y yo recuerdo ahora a mi madrina Rosa de Lima, hermana de mi madre, aquella a quien tan acertadamente supo homenajear Pepe Lezcano con su poesía. Su adiós tan tempranero y cruel, que así es la vida, ella se partió el alma bajo el calor para que yo no muriera sin bautizar y yo no pude portarla hasta San Lorenzo por última vez.
Qué no habría que no me disculpara, que no atendiera con su sonrisa y su ternura. La bendición de Dios, madrina.
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