lunes, 18 de octubre de 2010

La luchada

En 1979 yo empecé mi periplo por la Formación Profesional en el Instituto de Arucas, por diversas causas y por haber sido un penco. Más de treinta años más tarde no me arrepiento de ser un humilde electricista. (Ni de haber sido un penco) Durante aquel primer curso 1979-80 tuve el honor y el orgullo de ser conocido allí como “El Tamara-ceite”, aunque dudo mucho que nuestro Pueblo compartiera tales sentimientos.

Mi fama era notable en medio de aquella clase descomunal, cuarenta y tres alumnos en 1º Eléctrico A de FP I, en lo que a cuestiones gimnásticas se refiere. No se ha vuelto a ver chirgueta más malamañado desde esos tiempos. Al menos hasta mediados de los noventa no se tenían noticias de otro que hubiese partido una pértiga en un salto. Ni de nadie que tuviera tanta proporción de caídas fuera del colchón. Si el potro no estaba bien agarrado al suelo, galopaba más que uno de verdad. ¡Oh! Lanzando el disco o la jabalina no paraba ni uno sino detrás de mí. Con eso y con más que daría para un libro y no es el caso, no es de extrañar que cuando me tocaba intervenir a mí se formara primero la expectación general y al final llegara la jarana de costumbre.

Una vez nos llevó el profesor hasta el Terrero Municipal de Arucas, con la loable intención de darnos una clase práctica de Lucha Canaria. Ocupados los asientos en el graderío que tenía aquello, apareció el hombre acompañado por una gigantesca figura a su lado, a quien nos presentó como puntal C del Bañaderos. ¡Jesús por Dios! Si así era un C, un puntal A debería ser lo menos el Coloso de Rodas. Dadas las primeras explicaciones, se pasó a hacer la primera práctica de una de las mañas más populares, la burra. Al momento de pedir un voluntario, ya se puede imaginar quién fue elegido por aclamación popular.

Allá fue este pobre, tan ancho como un pajullo, en medio de un jolgorio que no se veía ni en el Insular, a encararse con aquel luchador equipado con la vestimenta reglamentaria y yo con un chándal negro de raya roja debajo de un pantalón corto rojo, camiseta blanca y playeras de esas azules y blancas, equipado en Casa Marcelita. Al profesor, mal rayo lo partiera, se le escapaba la risa debajo del bigote y se le atragantaba la explicación. El luchador no movió un músculo de la cara ni sus ojos de la mía.

Con gritos de ánimo, sinceros y conmovedores, me animaba mi afición: “¡Ay, Tamaraceite! ¡Muérdele una oreja! ¡Sóplale le sobaco! ¡Písale los ñoños! …” Al momento de fajarme con aquel Goliat y dar los tres piques, se formó una escandalera tan grande que hasta el Cristo Negro se despertó. Pero allí no había David que sirviera, y en un tris tras tuve una panorámica al derecho y al revés de mi linda Vega de Arucas, de conjunto tropical, alfombra de plataneras y todo. Molido como un zurrón, escupiendo arena hasta por las orejas, arrullado por las carcajadas, este pobre gladiador fracasado se levantó como pudo cuando pudo jallarse.

Y mientras encontraba el tino y la cosa se fue calmando, dice el profesor que íbamos a hacer una pardelera. Cuando me explicaron lo que era eso, salí de la arena como un volador: “¡Una pardelera, no…! ¡Un palomar, te voy a dar yo a ti!”

Autor: Sergio Naranjo

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