jueves, 9 de septiembre de 2010

Bromas que carga el diablo.


Nuestro buen amigo Sergio Naranjo nos envía otro de sus relatos de la infancia. Les advierto que no es apto para cardiacos por lo "espeluznante" de la historia. Lean, lean.




En la plaza de La Milagrosa llegó a haber hasta tres tiendas, de las que quien suscribe acertó a ver dos. Al parecer, un tío de mi abuela Emilia fue el primero que puso una, donde después se hizo la primera escuela del lugar. Frente justo a la iglesia hubo otra, de donde arranca este relato, y a la otra banda una tercera, que cambió de manos en los años cincuenta y que hasta que se fue a Tamaraceite a poner su almacén, perteneció a Santos Martel, miren si somos o no paisanos los de un lado y otro, que quién no conoció el negocio de Santos y no conoce ahora el que rigen sus sucesores.


Yo era chico una tarde casi anochecida brumosa de septiembre cuando nos teníamos que ir al Masapez, a casa de mi abuela y nos hicieron el cuento. El espanto con que después bajé la cuesta no me dejó dormir noches enteras, aquellas noches de luz de candiles, velas y quinqués; rezos de Santo Rosario y ruidos de perros y lechuzas. Y fue la cosa que había unos hombres conversando en aquella tienda, unos tiempos antes, cuando la tenía el padre de Josefita, que fue a quien yo conocí como dueña. Después de pasar un rato se despidieron y uno le preguntó al que se iba solo si no tenía miedo con aquel oscuro, a lo que aquel, a pesar de ser hombre reconocidamente religioso, respondió fanfarrón que todavía no eran las doce de la noche, y siendo día de San Miguel, el diablo estaba suelto y le daba compaña.


Saliendo de la plaza se subía una cuesta muy empinada unos metros antes de llanear, noche oscura con alguna clara que las nubes dejaban pasar a la luna llena. El camino estaba forrado de matorral bajo, pitas y algún acebuche, por encima de donde le pareció al hombre que venía otro siguiéndolo apenas empezó el llano. Esto le sorprendió, porque mientras él iba por el firme, el otro parecía ir en medio del forraje. Unos metros más adelante, cuando se angostaba el camino entre tanta maleza, el misterioso individuo se le aproximó, y empezó a caminar en paralelo.


Angustiado, caminaron unos metros juntos, casi forcejeando la silueta con él. El hombre, primero, le invitó a que pasara, nervioso, aunque lo que más le escamaba era que andaba fuera del camino. Pero la sombra no le contestó. Más bien, intentó arrimarse aún más.


Empezó el hombre a asustarse, no sabiendo qué podía ser aquello. Un rato más adelante, cuando ya viraba la vereda para El Corcovado, lo miró en la negrura de la noche, a ver quién pudiera ser, pero no le veía sino una silueta y un sombrero, sin faz apreciable.


Visto que aquello ya se pasaba de rosca, se detuvo. El otro también, en silencio. Entonces le dijo otra vez que siguiera su camino y que no le estorbara más. Pero el otro no replicaba. Entonces sacó una fosfarera, de aquellas de gasolina, la prendió e hizo luz, a ver quién era, y se aterrorizó: aquello no tenía cara. En el extremo del horror, echó mano de una medalla bendecida que siempre llevaba con él y la besó. De pronto aquella sombra se desvaneció barranquera abajo, y aquel hombre sufrió un repelús al lado del caidero donde aconteció el hecho, de lo cual tardó mucho en reponerse.


Seguramente, el ron de cacharro que se bebió antes de salir daba y sobraba para visiones como aquella. Pero servidor no dice nunca, por borracho que estuviera, que el diablo le acompañe.

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