miércoles, 9 de junio de 2010

El confesionario


Nuestro amigo Sergio Naranjo nos deja con otro de sus relatos. A disfrutar que éste sí que tiene tela.


Lo que se llama ahora pomposamente leyendas urbanas es algo que ha existido siempre, antes conocido como “dichos de la gente”. A ver a quién no le dijeron alguna vez que no caminara para atrás, que la Virgen llora y el diablo se ríe. O que no contara estrellas, que le salían verrugas.
Incluso se decía que el crepúsculo era el sol de las Ánimas del Purgatorio. Dichos ha habido
siempre. Con el tiempo, íbamos creciendo y los dichos se iban haciendo para las chiquillas aparte de nosotros. Ellas tenían todo un compendio de frases, asertos y refranes que se dirigían al objetivo fundamental en sus vidas: Ser buenas madres y castas esposas. En vista de que según se llegara a octavo, y eso si se llegaba, había que quedarse en casa a esperar novio, lo único que se podía entender por cultura era todo aquel conjunto de obligaciones, muchas veces humillantes, hasta que fue, justo justo mi generación la que empezó a romper el molde y a meterse en el instituto, poco a poco. A mí, que siempre he sido tan contestón y tan rarito como yo solo – dice mi madre y eso no se discute – lo que me llamaba la atención era que los dichos de las mujeres no eran pecado ni cosa que enfermara a nadie. Pero los de los chiquillos acababan derechitos al confesionario casi todos.
Recuerdo de forma especial uno que se nos recordaba siempre: Que determinadas cosas que se empezaban a hacer a partir de los primeros pelillos en la barba te producían idiotez, retraso mental y en los casos más extremos hasta sarna. Uno, que se sentía tan feliz con aquellas cosas, no tenía más remedio que ir, al menos una vez al año, si se intuía en peligro de muerte o debía comulgar, a decir aquellas cosas al confesor, quien imponía unas penitencias más propias de un asesino o ladrón.
¡Ay, aquel confesionario de Tamaraceite, cuántas cosas mías sabe! Hace veinticinco años que no entro en aquella iglesia, cosa que habrá que arreglar, pero era a la mano derecha y atrás donde yo, arrodillado y cabizbajo declaré la lista de mis pecados. Y en vista de que no le pareció completa, Don Luis me fue animando, me fue animando, hasta que yo le solté el hecho, primero, y después, tanto insistió, las veces. Según confesé aquella cifra, que además estaba muy rebajada, se levantóaquel hombre, a grito pelado que se oía en la Casa de Pico, y dijo: “¡Hijo, a ti no te hace falta el perdón de Dios, lo que tú necesitas es una vacuna!

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Genial! También se decía cuando estaba al caer la tarde el cielo con ese color anaranjado que
¡La virgen estaba planchando! ¡Toma ya!
Me he reido muchisimo imaginando tu cara cuando salió D. Luis del confesionario, jajaja. ¡Enhorabuena!

Anónimo dijo...

Muchisimas felicidades a Sergio por deleitarnos con sus experiencias vividas, las cuales nos hacen recordar vivencias pasadas que quedaban aparcadas en nuestro recuerdo pero que leyéndolas se nos hacen muy vivas.
Gracias