Por: Sergio Naranjo |
Ostento, entre otros que también hubo, el honor de haber realizado el más ridículo papel en una representación de Semana Santa en La Milagrosa. Aquello fue antes de cuando mi prima Elsa me depiló la cara con Bunitex, allá que don Santiago el Nuevo ordenó aprovechar estos días de contrición y dolor para quitar de debajo de los santos los restos del primer altar que allí hubo, datado de antes de los años veinte y que estaban picados de polilla, amenazando las imágenes del Cristo crucificado y la Dolorosa. San Juan no tuvimos, ni falta que hizo aquel año, que con la inmejorable representación de un servidor, dimos a escenificar malamente algunas escenas de la Pasión, según San Juan y unas tres Marías que quita pallá, malajarrias del carajo, que nunca piensan cosa ninguna que valga la pena.
El primer acto fue a ser la Última Cena, puestos todos los muchachillos a trabajar, y a falta de pan apareció un vinillo de consagrar en aquel mueble, varias botellas cosecha de 1927. Poseída por la santidad de aquellas circunstancias, Elsa repitió la fórmula ritual a su manera, y retirada en sutil oración con una botella y compaña en lo alto de la tribuna, puso énfasis en aquello de “tomad y bebed todas de él”. Mal rayo las parta.
Dicen ellas que no fue sino un chupito de comunión, pero la cosa es que aquí se pasó al acto segundo, el abandono de todos los discípulos, porque en cuanto los demás vieron aquello salieron por patas y me dejaron solo con aquellas malintentás a quienes por otras cosas yo tendría que aguantar hasta el final del día.
El Vía Crucis fue a empezar justo por El Calvario, adonde llegamos a ver si la nariz de Teresa volvía a coger color de gente, pero visto que sus padres la podían divisar de Los Caideros se resolvió mudarnos hasta Los Espigones, en medio de aquella sucesión de risas al llanto, pasando por detrás de la calle. Ya en el sitio hubo que llegar a Las Camellas a ver si poníamos en la casa y con tino a Elsilia, que por entonces lloraba como no hubo Magdalena. Me tocó allí pronunciar una de las santas palabras, “mujer, aquí tiene a su hija”, y salir por patas sin más explicación. De allí llegamos al Palmito, así que dejamos a Teresa recomponer el resto del viaje, y vuelta al Pueblo, donde tuvo lugar la entrada triunfal en casa de mi tía Julia, con aquella jeringá, que tenía una zorimba encima como para caminar de lado.
Cuando todo estuvo cumplido, pidiendo perdón a Dios porque no sabía lo que hacía, entregué la custodia de mi prima y la dejé en soledad, la tarde entera llorando y yo esperando a que resucitara.
El primer acto fue a ser la Última Cena, puestos todos los muchachillos a trabajar, y a falta de pan apareció un vinillo de consagrar en aquel mueble, varias botellas cosecha de 1927. Poseída por la santidad de aquellas circunstancias, Elsa repitió la fórmula ritual a su manera, y retirada en sutil oración con una botella y compaña en lo alto de la tribuna, puso énfasis en aquello de “tomad y bebed todas de él”. Mal rayo las parta.
Dicen ellas que no fue sino un chupito de comunión, pero la cosa es que aquí se pasó al acto segundo, el abandono de todos los discípulos, porque en cuanto los demás vieron aquello salieron por patas y me dejaron solo con aquellas malintentás a quienes por otras cosas yo tendría que aguantar hasta el final del día.
El Vía Crucis fue a empezar justo por El Calvario, adonde llegamos a ver si la nariz de Teresa volvía a coger color de gente, pero visto que sus padres la podían divisar de Los Caideros se resolvió mudarnos hasta Los Espigones, en medio de aquella sucesión de risas al llanto, pasando por detrás de la calle. Ya en el sitio hubo que llegar a Las Camellas a ver si poníamos en la casa y con tino a Elsilia, que por entonces lloraba como no hubo Magdalena. Me tocó allí pronunciar una de las santas palabras, “mujer, aquí tiene a su hija”, y salir por patas sin más explicación. De allí llegamos al Palmito, así que dejamos a Teresa recomponer el resto del viaje, y vuelta al Pueblo, donde tuvo lugar la entrada triunfal en casa de mi tía Julia, con aquella jeringá, que tenía una zorimba encima como para caminar de lado.
Cuando todo estuvo cumplido, pidiendo perdón a Dios porque no sabía lo que hacía, entregué la custodia de mi prima y la dejé en soledad, la tarde entera llorando y yo esperando a que resucitara.
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