Por: Esteban G. Santana Cabrera |
Pongo la radio y la televisión y me aturde el bombardeo de
noticias sobre la huelga general, crisis, contra los recortes en educación, etc. Un sinfín de
opiniones, entrevistas, reportajes, tanto radiofónicos como televisivos, en
prensa escrita como digital. Entre lectura y lectura me encontré con
este artículo de opinión, cuando tenía tiempo para ello, publicado en la prensa ARTÍCULO LA PROVINCIAl
que me trasladó al pasado y me ausentó de la realidad que se vivía a mi
alrededor. “Una joya enterrada en la Circunvalación”. No
podía venir mejor a cuento después de leer el, valga la redundancia, cuento de
Cortázar, La autopista del sur. Me apresuré a leerlo con detenimiento y en él describía lo que está ocurriendo con
nuestra ermita de san Antonio Abad, del S XVII, y que el
progreso la ha dejado “enterrada” bajo la circunvalación que rodea a la ciudad
de Las Palmas de GC, rodeada de escombros y abandono.
Me vino a la mente una anécdota que me ocurrió hace muchos años, que pasaba por allí y me dio por entrar por una de las decenas de agujeros que la verja tenía. La puerta
del edificio estaba entreabierta, muestra de que ya hubiese estado merodeando alguien por allí. Recuerdo que me llamaba la atención de pequeño su
construcción sin ninguna ostentación, paredes limpias y los bancos formados por
troncos de palmera. El presbiterio estaba presidido por una pintura realizada
en pared. No tenía pinta de ser ninguna obra de autor reconocido sino de algún
artista anónimo que quiso dejar su huella en aquel hueco.
De pronto escuché un crujido que no era propio de un techo
de madera sino que más bien parecía el de alguien con los huesos entumecidos
por el tiempo. Pero no se veía a nadie. La luz del sol iluminaba todo el interior
y no parecía haber escondido tras aquellos bancos ningún alma en pena. Andando
hacia el presbiterio me encontré
con unas cuantas tumbas de niños, de
pequeño tamaño con fechas y nombres de la familia. Recordé que en el artículo
que había leído por la mañana se decía que había sido un cementerio de niños.
Los pelos se me pusieron de punta al darme cuenta que estaba caminando sobre
ellas. Algunas se movían por el paso del tiempo.
De nuevo escuché el crujido de huesos y me aventuré a entrar
en la sacristía que estaba tras el presbiterio donde los crujidos se oían cada
vez con más fuerza. De pronto, asustado, como alma que lleva el diablo, pasó a
mi lado como un rayo un viejo perro cazador de aspecto escuálido y descuidado.
Sus huesos sonaban como cual caja de música y en aquel ambiente sordo pude
escuchar incluso el retorcer de sus tripas secas por el hambre.
No salió del habitáculo, volvió la cabeza atrás como si
esperase que le tirase una piedra o similar. Lo llamé con cariño para que se
acercara y notó que venía en son de paz. Tardó un instante en llegar hasta mis
pies buscando calor y algo de comida para acallar las tripas casi secas por el
hambre. Lo acaricié y saqué un paquete de galletas que llevaba en la mochila y
que devoraba desesperado.
De pronto se oyó un estruendo seco que retumbó en todo el
edificio y que nos hizo salir huyendo poniendo los pies en polvorosa, porque
allí seguro que no había nadie salvo el perro y yo y… ¿aquél ruido extraño? ¿y
el crujido de huesos de quién era? Eso no lo sabré más porque tampoco es
cuestión de contarle a nadie que “salí por patas” de un edificio del
que se supone no hay nadie y pongan en entredicho mi “hombría”.