Por: José Manuel Cabrera Ramírez, pregonero de las Fiestas de Tamaraceite 2012 |
Buenas noches Tamaraceite, hoy me siento orgulloso de compartir con todos el inicio de nuestras fiestas. Quiero dedicar este pregón de manera especial a aquellas personas que siempre están trabajando para hacer que nuestro mundo más cercano brille de forma distinta. Personas que de manera altruista son capaces de ayudar a que nuestras fiestas sean realidad.
Según me cuenta mi madre, la primera vez que entré en esta iglesia fue de forma precipitada. A mi padre se le había olvidado avisar de mi bautizo y cuando comenzaron a sonar las campanas de la iglesia se acordó. Me vistieron deprisa y buscaron a dos familiares cercanos que sirvieran de testigos. Mucho más tarde entré por mi propio pie para mi Primera Comunión, mi confirmación, la adoración nocturna y el bautizo de mis hijos.
A mediados de los años 60 corría por los pasillos de la casa terrera frente a la actual Casa de la Cultura. Tercer hijo de cinco. No paraba. Me gustaba correr y saltar. De todos aquellos momentos, recuerdo con cariño mis escapadas a casa de Olguita, sobrina de D. Félix el practicante. Iba desde mi casa a la suya arrastrando un cepillo que usaba para quitar el gancho de su puerta. Me colaba en su comedor, abría su lata de galletas y cogía tantas como fueran suficientes para saciar mi apetito infantil. Sin lugar a dudas eran otros tiempos. Cuando a Olguita le preguntaban que si me había visto, respondía que no. Lo importante de la visita eran las galletas, por eso no me entretenía en saludarla.
Mi casa no era pequeña, pero sí para mí que sin cansarme bajaba y subía las escaleras. Me gustaba subir al cuarto de la azotea. Era el cuarto de los botones. Un montón de botones que servían para hacer funcionar las emisoras que mi padre usaba con tanto cariño y respeto. Mis mejores momentos llegaban cuando él no estaba y me colaba en su territorio, hasta que me descubrió. Su castigo fue cerrar con llave y colgarla de un clavo. Dicen que era un poco testarudo y a pesar de aquella prohibición, con mi corta edad, seguía descolgando la llave para abrir la puerta y colarme en aquella estancia cargada de olor a válvulas calientes y radiofrecuencia. Fueron tiempos en que las comunicaciones cumplían un papel importante. Venían a mi casa personas de todas partes de la isla para escuchar, aunque fuera por un breve momento, la voz de un ser querido que allende los mares contaba cómo se encontraban. Era casi un milagro que pudieran entablar una conversación al instante. Por aquellos tiempos la única información que llegaba era por correo ordinario y era lenta muy lenta. Fueron muchas las historias que bajo aquel techo se contaron. Muchas alegrías y muchas penas.
En la planta baja tenía totalmente prohibida la entrada, aunque alguna vez me colé. Solo fue por un pequeño momento. Había un taller donde se construían radios que se repartían por todos los puntos de nuestra geografía. Si increíble era poder hablar con un ser querido, no lo era menos que llegaran las voces de los locutores informando de la situación del país. Era un sonido muy particular. Las canciones de Topolino, Antonio Machín, Jorge Negrete y tantos que alegraban con su romanticismo los rincones de las casas, donde se reunían familiares y vecinos ante aquel milagro del futuro. ¡Quién iba a decir que llegaríamos a un momento en que un pequeño aparatito en nuestra palma de la mano nos podría comunicar con imagen y sonido con cualquier persona en cualquier parte del mundo!
De las fiestas de antaño la que más recuerdo era la del Carnaval. Desde el ventanillo de nuestro baño se podía ver el cine Galdós y allí la gente bailando y bebiendo. Me subía en el bidé y desde allí controlaba a las mascaritas.
Cuando cierro los ojos y vuelvo al pasado, me viene la imagen de una barbería frente a la iglesia. Varios sillones a la izquierda, unos bancos a la derecha y al fondo un ventanillo. Cuando llegaba mi turno, colocaban una tabla entre los brazos del sillón. Don Pedro siempre paciente y con su sonrisa en la cara preguntaba: ¿Al corte león? No recuerdo si en aquellos días existían otros cortes porque a mí siempre me hacía el mismo. El olor a barbería y el sonido de las tijeras quedaron grabados para siempre en mi memoria.
Hoy se habla mucho de un personaje que todos conocemos y que fue el creador del mural que aquí vemos. Jesús Arencibia fue para mí una persona extraña. Cuando tenía que subir por el callejón del cine, mi primera mirada se dirigía hacia su ventana y casi siempre estaba asomado con su vestimenta negra. Algunas veces, supongo que por frío, se calzaba una boina también del mismo color. Le tenía mucho respeto porque era serio y el color de su ropa no mejoraba la situación. Alguna vez que acompañé a mi padre a su casa recuerdo un piso casi espejo, un crucifijo enorme y unas velas de mi tamaño. Todo era muy religioso y en aquel momento esto también me producía respeto. Pasaron muchos años hasta que volví a encontrarme con él y su imagen cambió. Me queda el recuerdo de un hombre subido en un andamio dando forma y color a este mural. Seguía siendo un personaje extraño, pero ahora más cercano.
A medida que yo iba creciendo, los inventos también llegaban a nuestro pueblo. Aparecieron los primeros televisores en blanco y negro. Eran grandes y pesados y había que dejarles mucho espacio alrededor, porque además de televisores servían como estufas. Solo se veía un canal y no había mando a distancia, ambos motivo de conflicto en muchas de las casas actuales.
Tanto la radio como el televisor sirvieron de punto de encuentro, de unión entre familias y amigos, que después de la reunión seguían compartiendo los ratos de tertulia, los cafés y los rones. Es verdad que eran otros tiempos, ni mejores ni peores, pero siempre servirán para aprender.
A pesar de tener la plaza tan cerca, no fue hasta mi adolescencia cuando comencé a casi vivir en ella. Mis amigos de la infancia fueron todos personajes ilustres de mi pueblo, por lo menos para mí. Era nuestro lugar de encuentro y desencuentro. A una hora determinada, no recuerdo por quién ni cómo, aparecíamos todos para nuestra cita. Éramos un grupito de chicos y chicas que queríamos divertirnos.
Si íbamos al cine, lo importante no era solo la película. Empezaba la historia por meter la cabeza en una cuadrado hecho en la pared para comprar una entrada por 1 peseta y media. Luego teníamos que buscar una butaca que estuviera limpia y manejarla con cuidado porque era fácil que sufrieras una majada espectacular. Cuando te levantabas, daba un golpe que casi siempre cogía a alguien concentrado que saltaba del susto. La figura del acomodador era como la guardia civil. Le teníamos respeto y siempre acababa expulsando a alguien de la sala por mal comportamiento. Tengo el recuerdo de una película de Tarzán en blanco y negro que me marcó, porque fue la primera vez que vi un elefante en movimiento. Más tarde quedé desolado, porque proyectaron una película para adultos que no pudimos ver, a pesar de que intentamos comprar al acomodador. Aquí proyectó muchas películas Santiago Diepa un amigo de siempre.
El pueblo era pequeño, mucho menos de lo que es ahora. Cada fin de semana recorríamos sus calles partiendo de la plaza, subiendo el callejón del cine, paseo de los mártires, carretera general y vuelta al principio. Un poco más tarde, descubrimos el bar de Antonio, el ovejero, que no recuerdo si tenía ovejas o no. Íbamos el sábado por la tarde y pedíamos siempre lo mismo: un plato para compartir de calamares con papas fritas.
Recuerdos de mi infancia estuvieron muy cerca de las plataneras. Me encantaba correr saltando los camellones y las acequias. Llegaba desde la casa de Juan Pérez hasta la Cobranza sin ver casi el cielo. Buscaba nidos de mirlos, madrigueras de conejos o plátanos maduros que me servían de tentempié. Lo mejor era el olor de la mañana, la humedad y las gotas sobre las hojas grandes. Aprendí a quitar la hoja seca, deshijar, desflorillar pero lo que realmente me divertía era regar. Oír llegar el agua, abrir la torna para virarla y remangarme los pantalones. El olor de un plátano maduro, de una ciruela o de los nísperos en el vergel que era Tamaraceite.
A medida que crecía, aparecieron nuevos personajes, y quiero compartir el recuerdo de Antonio Arencibia. Algunas tardes me sentaba con él en su pequeño estudio. Siempre me prestaba su sillón de orejas y me encantaba escucharle. Compartimos inquietudes por nuestro pueblo y me animaba para que hiciera cosas. En su libro Tigotán dejó esta dedicatoria: fui amigo de tu padre; soy amigo tuyo pero este obsequio va por otros motivos, tu pasión por nuestro Tamarazait que nos une en el interés”
Mis padres han sido, en parte, responsables de que hoy tenga tantas cosas que contar en este pregón.
Hoy nos reunimos en esta iglesia llena de historia con el fin de dar comienzo a nuestras fiestas. Les animo a participar en los distintos actos que se han organizado.
Quiero aprovechar este momento para agradecer a todos los amigos que cada día trabajan para que nuestro pueblo sea mejor. De manera muy especial a Pilar y a mis hijos Eduardo y Cristina por su paciencia.
La fiesta de San Antonio Abad debe crecer siempre alrededor de su acto principal. Me gustaría algún día escuchar que las fiestas de nuestra isla de Gran Canaria son Nuestra Virgen del Pino en Teror, La bajada de la Rama en Agaete, El charco en la Aldea y La Bendición de animales en Tamaraceite. ¡Felices Fiestas!.